¿QUÉ ES EL NUEVO TESTAMENTO? III PARTE: LA PATRÍSTICA MÁS ANTIGUA

 

La Patrística son los escritos de los llamados “Padres de la Iglesia”, que son los autores y líderes del Cristianismo que ejercieron el liderazgo una vez que terminó la era de los apóstoles. Naturalmente, se trata de un criterio tradicional, pero se considera que la era de la Patrística comienza hacia el año 95, cuando se supone que se elaboró el último libro del Nuevo Testamento -el Apocalipsis de Juan- y cuando se escribió la Epístola de Clemente de Roma a los Corintios, la primera obra de la Patrística cuyo autor podemos identificar (la Didajé es anterior, pero de autor anónimo).

 

De esta etapa de transición del siglo I al siglo II, son dos los autores más destacados: Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía. El primero, según la tradición católica, fue el cuarto obispo de Roma después de Pedro, Lino y Anacleto, y habría pertenecido a una familia judía helenizada. Esta última sospecha es razonable, ya que en su Epístola a los Corintios refleja un conocimiento del Tanaj muy superior al que cualquier gentil pudo haber tenido.

 

Se le atribuyeron varios escritos, de entre los cuales destacan las llamadas Homilías Pseudo-Clementinas, pero los especialistas están de acuerdo en que sólo uno -la ya mencionada Epístola a los Corintios- es original de Clemente. Se trata de una extensa carta escrita hacia los años 90-95 en la que intenta colaborar en la solución de varios problemas internos que se habían sucitado entre los cristianos de Corinto.

 

De Ignacio de Antioquía no sabemos demasiado, salvo que fue obispo de la referida ciudad (Siria), y que fue martirizado por órdenes de Trajano. En el camino a su suplicio escribió siete pequeñas epístolas a las iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales, Roma, Filadelfia y Esmirna, además de una al obispo Policarpo.

 

El interés de los escritos de Clemente e Ignacio radica en que, se supone, junto con la Didajé son los más cercanos cronológicamente al Nuevo Testamento.

 

Y, al igual que la Didajé, generan una serie de problemas.

 

La idea medular es simple: el nivel de evolución de las ideas, doctrinas o dogmas que encontramos en la Didajé, Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía, es inferior al que encontramos en el Nuevo Testamento en general. Eso nos deja con tres opciones:

 

La primera es suponer que Jesús dio una serie de enseñanzas hacia el año 30, lo suficientemente completas como para que entre los años 50 y 95 sus discípulos las pusieran por escrito. Pese a ello, unos veinte años más tarde había un total caos en el entendimiento de dichas enseñanzas, y los mejores autores de la época nos las presentan fragmentadas e incompletas, e incluso decoradas con una gran cantidad de añadidos imposibles de conciliar con lo que dice el Nuevo Testamento.

 

La segunda es que los autores del período transicional del siglo I al II no tuvieron un contacto directo con los escritos de los apóstoles (Nuevo Testamento), y por eso tuvieron que empezar desde cero (o casi) su reflexión doctrinal. Esto implica que los libros se escribieron, pero que se mantuvieron ocultos pese a que, se supone, el plan era hacerlos públicos por medio de la predicación.

 

La tercera es que la perspectiva tradicional está mal enfocada por completo. Ni Jesús ni sus apóstoles dejaron un corpus de enseñanzas (orales o escritas) organizadas, y la sistematización del pensamiento cristiano apenas inició a finales del siglo I. En ese sentido, la Didajé y los escritos de Clemente e Ignacio serían ejemplos de los primero textos cristianos doctrinales. Debió existir más material escrito, seguramente originado en las generaciones anteriores de cristianos (los apóstoles, supuestamente). Pero NADA de ese material ha llegado a nuestras manos. Lo que tenemos en el Nuevo Testamento es una serie de documentos que corresponden a la segunda generación de maestros cristianos, que intentaron darle forma y coherencia a las enseñanzas que habían recibido de la generación previa. Dicho en otras palabras, el Nuevo Testamento es POSTERIOR al año 110, tanto en la definición de sus enseñanzas fundamentales, como en la redacción de las versiones definitivas de cada libro.

 

Un ejemplo de evolución doctrinal: la resurrección de Jesús

 

En la nota anterior vimos que la Didajé no hace ninguna mención relevante sobre este tema. Con Clemente y con Ignacio sucede lo mismo. En sus escritos, apenas si refieren que Jesús resucitó, pero de ningún modo hacen de eso el centro del pensamiento cristiano. No tiene sentido si aceptamos la datación tradicional según la cual el apóstol Pablo escribió I Corintios hacia el año 57, y allí dejó establecido que toda la coherencia de la fe cristiana depende de la resurrección de Jesús, y que si Jesús no resucitó, los cristianos son los seres más dignos de lástima de todo el mundo (I Corintios 15:12-19).

 

El caso de Clemente es el que más llama la atención, porque el único documento que conocemos de él es una extensa carta dedicata también a la Iglesia de Corinto, y en el párrafo XLVII hay una clara referencia a la carta originalmente escrita por Pablo. Es decir: Clemente estaba enterado y seguramente conocía lo que Pablo escribió a los Corintios, al punto de que hizo esta mención.

 

Por ello, cuando diserta sobre la naturaleza de la salvación del ser humano, llama la atención que no exista ni siquiera un eco de lo que Pablo enseña sobre la resurrección de Jesús.

 

Las únicas palabras de Clemente sobre el tema son las siguientes: “Entendamos, pues, amados, en qué forma el Señor nos muestra continuamente la resurrección que vendrá después; de la cual hizo al Señor Jesucristo las primicias, cuando le levantó de los muertos. Consideremos, amados, la resurrección que tendrá lugar a su debido tiempo. El día y la noche nos muestran la resurrección. La noche se queda dormida, y se levanta el día; el día parte, y viene la noche. Consideremos los frutos, cómo y de qué manera tiene lugar la siembra. El sembrador sale y echa sobre la tierra cada una de las semillas, y éstas caen en la tierra seca y desnuda y se descomponen; pero entonces el Señor en su providencia hace brotar de sus restos nuevas plantas, que se multiplican y dan fruto” (párrafo XXIV).

 

Clemente está disertando sobre qué tan certera es la esperanza en la resurrección final. Por ello, cita como ejemplo al propio Jesús, y lo menciona como “la primicia” al respecto, por ser el primero en haber resucitado. Curiosamente, es EXACTAMENTE EL MISMO ENFOQUE del tema que Pablo hace en I Corintios 15, por lo que sorprende con mayor razón que Clemente haya hablado DE LO MISMO, y además A LA MISMA COMUNIDAD (la Iglesia de Corinto), y no haya hecho NINGUNA referencia a lo escrito por Pablo, pese a que -como ya se dijo- es un hecho que conocía sus escritos.

 

¿Se puede apelar a que es una cuestión de estilo? Generalmente, ese es el argumento al que recurren los que quieren defender la perspectiva tradicional. Pero la realidad es que, en este caso, no funciona. Clemente expone un estilo muy peculiar en todo el documento, y evidencia un gusto por hacer extensas citas a los textos bíblicos cuando es pertinente. Entonces, cuando Clemente lo considera necesario, no tiene empacho en citar capítulos completos de Isaías o de los Salmos, y además de manera textual y precisa, demostrando con ello que tenía un gran conocimiento de los textos bíblicos. Por eso, resulta bizarro que en este punto, donde está tocando el mismo tema que tocó Pablo, simplemente se desenvuelva como si lo escrito por Pablo no le importara.

 

O como si no lo conociera.

 

¿Quién expuso ideas más complejas sobre la resurrección de Jesús como prueba de que sí existirá una resurrección al fin de los tiempos? No hay dudas: Pablo. Le dedica el capítulo más largo de toda su epístola (un total de 58 versículos). Clemente sólo le dedica un párrafo. Pablo hace un recuento de los eventos relacionados con la resurrección, y luego diserta sobre la importancia que tiene. Clemente ni siquiera se mete con estos asuntos.

 

Entonces, por donde guste analizarse el asunto, el hecho inobjetable es que las ideas de Clemente son las más rudimentarias, y las de Pablo las más complejas. La deducción lógica debería ser que, por lo tanto, fue Pablo quien se basó en Clemente y no Clemente quien se basó en Pablo.

 

Bien: sabemos que eso es imposible por cuestión cronológica, pero eso no resuelve el problema. Simplemente, nos obliga a replantear la idea: el autor de I Corintios (por lo menos, del capítulo 15) se basó en Clemente, y no al revés. Con ello, estamos dando por hecho que ese capítulo (por lo menos) no fue escrito por Pablo, aunque en el Nuevo Testamento se nos presente como parte de un escrito paulino.

 

¿Qué nos dice Ignacio de Antioquía -unos 25 años después que Clemente- sobre la resurrección de Jesús? En esencia, se conduce exactamente del mismo modo que Clemente, y sólo menciona la resurrección de Jesús como un evento en el que hay que creer, pero sin entrar en ningún tipo de detalle sobre su importancia.

 

Por ejemplo, en una de sus pocas menciones al tema nos dice: “… sino estad plenamente persuadidos respecto al nacimiento y la pasión y la resurrección, que tuvieron lugar en el tiempo en que Poncio Pilato era gobernador…” (Epístola a los Magnesianos, XI). Es una referencia escueta, sin más información (además, inexacta: tal y como está redactada, sugiere que Ignacio suponía que cuando Jesús nació Pilato ya era gobernador de Judea, lo que evidenciaría un desconocimiento total de los evangelios, bastante precisos en esa información cronológica).

 

Jesús de Nazaret

 

El tema de la resurrección no es el único en donde se da esta situación. En realación a Jesús mismo, Clemente es desconcertantemente escueto en sus comentarios. Por ejemplo, dice que por medio de él, D-os nos ha llamado de las tinieblas a la luz (párrafo LIX), o que es el Sumo Sacerdote y guardián de las almas (párrafo LXI). Incluso, a modo de súplica, Clemente dice “… que todos los gentiles sepan que sólo Tú eres D-os y que Jesucristo es tu hijo…” (párrafo LIX).

 

Ignacio, por su parte, se conduce de un modo similar, si bien llega a ser más específico que Clemente: “… Jesucristo, nuestra vida inseparable, es también la mente del Padre…” (Efesios III); “… engendrado y no engendrado, D-os en el hombre, verdadera vida en la muerte, hijo de María e hijo de D-os, primero pasible y luego impasible: Jesucristo nuestro Señor” (Efesios VII); “… Jesucristo, que estaba con el Padre antes que los mundos y apareció al fin del tiempo…” (Magnesianos VI); “… Jesucristo, que era de la raza de David, que era el hijo de María, que verdaderamente nació, y comió y bebió, y fue ciertamente perseguido bajo Poncio Pilato, fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los que hay en el cielo, y los que hay en la tierra y los que hay debajo de la tierra; el cual, además, verdaderamente resucitó de los muertos, habiéndolo resucitado su Padre, el cual de la misma manera nos levantará a nosotros…” (Magnesianos IX); “… él es verdaderamente del linaje de David según la carne, pero hijo de D-os por la voluntad y poder divinos, verdaderamente nacido de una virgen y bautizado por Juan para que se cumpliera en él toda justicia, verdaderamente clavado en una cruz en la carne por amor a nosotros, bajo Poncio Pilato y Herodes el Tetrarca…” (Esmirneanos I).

 

Ambos autores están abismalmente lejos de la descripción que encontramos en Colosenses 1:14-20.

 

“… en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados. Él es la imagen del D-os invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten. Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos para que en todo tenga la preminencia, por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz”.

 

Se supone que la epístola a los Colosenses fue escrita entre los años 58 y 60. Por lo tanto, para cuando Clemente escribió, esta carta tenía entre 30 y 35 años circulando en las iglesias cristianas. Y para cuando escribió Ignacio, ya era más de medio siglo. ¿Por qué en los textos de Clemente e Ignacio no hay ni siquiera ecos de los complejos conceptos de Colosenses?

 

De Clemente se podría decir que sus objetivos no incluían entrar en profundidades doctrinales, pero no es un buen argumento. De hecho, Clemente opina lo contrario: “Os hemos escrito en abundancia, hermanos, en lo que se refiere a las cosas que corresponden a nuestra religión…” (párrafo LXII). Desde su propia óptica, Clemente había sido muy abundante en sus temas.

 

Por otra parte, es un hecho que Ignacio sí tuvo la definida intención de detallar quién era Jesucristo. Entonces, el problema no se puede evitar: ¿por qué hacia el año 60 ya existen conceptos tan complejos sobre Jesús, y medio siglo después la mayoría -de hecho, los más relevantes- están totalmente olvidados?

 

No tiene sentido. El asunto sólo resulta verosímil si asumimos lo que a muy poca gente le gusta asumir: Clemente e Ignacio escribieron ANTES de que se elaborara la Epístola a los Colosenses que después fue atribuida al apóstol Pablo.

 

Ignacio nos ofrece otras cosas interesantes: en repetidas ocasiones, menciona la relación entre Jesús y María, además del nacimiento virginal. Esos son temas que Pablo JAMÁS mencionó en sus epístolas. Incluso, Ignacio va más lejos en sus detalles biográficos sobre Jesús:

 

Y escondidos del príncipe de este mundo fueron la virginidad de María y el que diera a luz, y asimismo la muerte del Señor —tres misterios que deben ser proclamados—, que fueron obrados en el silencio de Dios. ¿En qué forma fueron manifestados a las edades? Brilló una estrella en el cielo por encima de todas las demás estrellas; y su luz era inefable, y su novedad causaba asombro; y todas las demás constelaciones con el sol y la luna formaron un coro alrededor de la estrella; pero la estrella brilló más que todas ellas; y hubo perplejidad sobre la procedencia de esta extraña aparición que era tan distinta de las otras. A partir de entonces toda hechicería y todo encanto quedó disuelto, la ignorancia de la maldad se desvaneció, el reino antiguo fue derribado cuando Dios apareció en la semejanza de hombre en novedad de vida eterna…” (Efesios XIX).

 

Aparentemente, son datos clásicos sobre el nacimiento de Jesús (otro tema que, por cierto, Pablo JAMÁS menciona en sus epístolas). Pero hay detalles que rompen esa idea. Por ejemplo, en ningún lugar de los evangelios se insinúa siquiera que al “príncipe de este mundo” (el diablo) SE LE HUBIERAN OCULTADO tres “misterios”: la virginidad de María, su alumbramiento y la muerte de Jesús. Peor aún: Ignacio especifica que son “tres misterios que deben ser proclamados”, evidenciando con ello que estas tres ideas ya circulaban en su época como una especia de fórmula retórica o incluso litúrgica. De eso tampoco existe ABSOLUTAMENTE NADA en ningún lugar del Nuevo Testamento.

 

Luego, Ignacio habla de la famosa Estrella de Belén (aunque sin mencionar a Belén, lo cual también es extraño), agregando otra serie de detalles INEXISTENTES en los evangelios. Por ejemplo, dice que “su novedad causaba asombro”. En el evangelio de Mateo, en ningún momento se insinúa que la gente hubiera vista la estrella. Sólo los magos que llegan de Oriente afirman haberla visto, y la sorpresa de los habitantes de Jerusalén es por lo que dicen los magos, pero no por la aparición de la estrella. Más todavía: Ignacio dice que “ el sol y la luna formaron un coro” a su alrededor, otro dato que tampoco existe en el evangelio de Mateo. Finalmente, agrega que “a partir de entonces toda hechicería y todo encanto quedó disuelto, la ignorancia de la maldad se desvaneció, el reino antiguo fue derribado…”. Ideas que tampoco encontramos en el Nuevo Testamento relacionadas con el nacimiento de Jesús.

 

Entonces, aunque es evidente que Ignacio está refiriendo los mismos eventos de los que hablan los evangelios, también es evidente que NO SE ESTÁ BASANDO EN LOS EVANGELIOS. Y esto no es tan difícil de explicar.

 

Nuevo Testamento, fuentes de información y Patrística primitiva

 

Una cosa es definitiva (aunque incómoda): la Didajé, Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía no se basaron en el Nuevo Testamento para elaborar sus planteamientos doctrinales.

 

Cierto: coinciden en muchas cosas. Pero las diferencias -a veces sutiles, a veces tremendas- que evidencian, son una clara prueba de que no tenían en sus escritorios un ejemplar de los evangelios o las epístolas de Pablo, para usarlos como referencias a la hora de elaborar sus escritos.

 

Evidentemente, lo que tenían era un bagaje de creencias y relatos, seguramente aprendidos de memoria, y que usaban con cierta libertad literaria.

 

Técnicamente, esto se explica del siguiente modo: hubo una o varias fuentes de información, seguramente conservadas oralmente, que sirvieron como base para la elaboración del Nuevo Testamento. Generalmente, se quiere creer que la Iglesia del siglo II ya no tuvo que hacer uso de esas fuentes de información orales, porque ya disponía del Nuevo Testamento. Pero la evidencia que encontramos en estos textos que reflejan el panorama hacia el año 110, demuestran que no es así. En la primera década del siglo II, los autores cristianos no usaban el Nuevo Testamento como base para sus escritos.

 

La prueba nos la ofrece otro autor de la Patrística, Papías de Hierápolis, que hacia el año 130 escribió lo siguiente: “Yo acostumbraba inquirir lo que habían dicho Andrés, o Felipe, o Tomás, o Jacobo, o Juan, o Mateo, o cualquiera otro de los discípulos del Señor, y lo que están diciendo Aristión y el anciano Juan, los discípulos del Señor. PORQUE LOS LIBROS PARA LEER NO ME APROVECHAN TANTO como la viva voz resonando claramente en el día de hoy en sus autores” (citado por Jerónimo de Estridón en De Viris Illustribus, XVIII).

 

Hay varias cosas que llaman la atención de este párrafo. La primera es que Papías no mencione a los “discípulos del Señor” más famosos: Pedro y Pablo. En cambio, empieza por aquellos a los que, paradójicamente, el Nuevo Testamento los relega a un segundo plano: Andrés (el hermano de Pedro), Felipe y Tomás. Pedro y Pablo quedan englobados en ese rudimentario “cualquiera otro de los discípulos del Señor”.

 

La segunda es que menciona a dos “discípulos del Señor” que el Nuevo Testamento JAMÁS menciona: Aristión y el anciano Juan (claramente distinto al primer Juan mencionado). Y es extraño. Al decir “lo que están diciendo Aristión…”, da a entender que Aristión y el anciano Juan debían ser dos personas sorprendentemente ancianas, ya que habrían conocido a Jesús en persona (de otro modo, no tiene lógica que les llame “discípulos del Señor”). Estaríamos hablando, entonces, de dos personas que superaban los cien años de edad (es sorprendente, pero no imposible). Por lo tanto, estaríamos hablando de dos personas cuya madurez como predicadores de las enseñanzas de Jesús se habría dado a partir del año 60, más o menos. Es decir, en la etapa en la que se estaba elaborando el Nuevo Testamento (según la datación tradicional). Justamente, es por eso que resulta doblemente extraño que en el Nuevo Testamento NUNCA se les mencione (muchos pretenden que el Apocalipsis de Juan es, en realidad, obra del “anciano Juan” y no del “apóstol Juan”; pero eso, en realidad, sólo es el eco de un debate derivado de un problema sin solución: no se puede saber quién fue el verdadero autor de ese libro).

 

Finalmente, resulta muy interesante que Papías diga que prefiere escuchar la “viva voz” de los autores de los libros, que leer los propios libros. Pero entonces, ¿por qué no mencionó a los autores del Nuevo Testamento? Veamos: según la tradición, los autores del Nuevo Testamento son Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Pablo, Santiago (en realidad, Jacobo), Pedro y Judas (obviamente, no el Iscariote, sino seguramente Tadeo). De ellos, Papías sólo menciona a Juan, Mateo y Jacobo. ¿Acaso no conocía los escritos de Marcos, Lucas, Pablo, Pedro y Judas? La única opción que tenemos a esta idea es que no le pareció importante mencionarlos. Peor aún, menciona a Andrés, Felipe, Tomás, Aristión y al Anciano Juan en una lista que claramente da a entender refiere AUTORES de libros que, evidentemente, circulaban en las iglesias de su época.

 

Es decir: el tipo de escritos sugeridos en este párrafo de Papías ES MUY DISTINTO al Nuevo Testamento, y además carece de autoridad espiritual. La autoridad, según Papías, radicaba en la predicación oral.

 

Y estamos hablando del año 130 (hay algunos que ponen en duda esta datación para los textos de Papías, y sugieren que podrían ser del año 140).

 

Entonces, hasta este punto podemos afirmar que la evidencia documental de inicios del siglo II (primeras tres décadas, por lo menos) tiende a demostrar que, para ese momento, el Nuevo Testamento no existía.

 

En la siguiente nota, hablaremos de quién fue el primer cristiano que empezó a hablar de una Escritura Sagrada propia del Cristianismo, o Nuevo Testamento.

 

 

Irving Gatell

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