Ingresamos a la tercera parashá de la Torá, Lej Lejá, en la cual encontramos la narración de los inicios de la gran familia judía, su relación eterna con la tierra de Israel, así como la misión que le asignó el Eterno en la orquesta de las naciones del mundo.
De a poco el relato de la Torá se va centrando en la familia judía, en su origen y destino, en sus historias familiares y populares, mientras tangencialmente refiere a su relación con individuos o grupos de los otros pueblos.
Es razonable que vaya reduciendo su amplitud de mirada, para irse enfocando en este pequeño número de personas que componen la familia judía (actualmente el 0,2% de la población humana mundial ), puesto que la Torá es el libro judío por antonomasia, que trata de cuestiones relativas a la idiosincrasia judía, a su estilo original de vida, a sus vínculos familiares, a su corazón, a su relación y compromiso con el Eterno.
Tal como en la Torá queda certificado: "Ésta es la Torá que Moshé [Moisés] puso ante los Hijos de Israel." (Devarim / Deuteronomio 4:44) y "Moshé [Moisés] nos prescribió la Torá, es heredad de la congregación de Iaacov [Jacob]." (Devarim / Deuteronomio 33:4).
Por supuesto que, aunque es propiedad perpetua del pueblo judío, igualmente tiene mucho para compartir con todo el que esté dispuesto a recibir de su mensaje eterno de vida, ya que contiene una gran riqueza para el mejoramiento del individuo y la sociedad sin distinción. Pero, esta posibilidad de ser aprovechada no implica que sea un libro de todos y que sus 613 preceptos aplican a todos. Claramente sus 613 mandamientos son para la nación judía, tal como todo el contenido del libro lo es. Vemos que la propia Torá lo deja en claro: "Éstos son los mandamientos que el Eterno ordenó a Moshé [Moisés] para los Hijos de Israel, en el monte Sinaí." (Vaikrá / Levítico 27:34) y luego "Éstos son los mandamientos y decretos que el Eterno mandó a los Hijos de Israel por medio de Moshé [Moisés] en las llanuras de Moab, junto al Jordán, frente a Jericó." (Bemidbar / Números 36:13).
Sin embargo, esta propiedad judaica de la Torá no va en desmedro del carácter universal de su esencia, pues el corazón de su mensaje perpetuo y sagrado es que la persona actúe siempre con bien y justicia, lo que es una obligación divina que ha sido impuesta para todo ser humano y que anida en el espíritu de cada persona.
Debemos apreciar que no resulta sencillo comprender la naturaleza y finalidad de la Torá, porque, por ejemplo, si bien incluye historias, no es un libro de historia y nunca pretendió serlo.
Si bien contiene principios éticos y espirituales universales, que hacen a la esencia natural de todo ser humano, no es el libro de la humanidad, sino humildemente de la nación judía.
Si bien comienza con temas universales y aporta elementos para toda la humanidad, confirmando al Eterno como el Creador de todo y Padre de todos (crean o no, sean judíos o no), y da orientaciones para llevar una vida de plenitud (los Mandamientos Universales, por ejemplo), su intención es concentrarse en el pueblo judío y su relación particular con Él.
Por sus múltiples facetas, se la ha designado como el manual para la vida judía por excelencia. Es la instrucción, la guía para orientarnos por los caminos de una vida justa, buena, leal y trascendente. Se espera que la persona judía al seguir sus pautas desarrolle una vida armoniosa, beneficiosa, bendita y de bendición.
Es de esta forma que el pueblo judío se constituye en una luz para las naciones, en un faro para sus hermanos. No es por enseñar Torá a aquellos que no son sus receptores y propietarios. No es por pretender que el judaísmo es aplicable para todos, pues no lo es.
Sino que el judío es una luz para alumbrar a los demás cuando lleva una vida en sintonía con el mensaje de la Torá, es con la conducta cotidiana, con lo que uno hace y deja de hacer, que el judío comparte con todos de la luz sagrada de la Torá.
Así el mensaje particular para los judíos se universaliza y alcanza a toda la humanidad. Lo que es la esencia de la Torá se expande entre las naciones y alcanza a todos los corazones y los motiva a la acción positiva, constructiva, digna, noble, plena, de belleza y lealtad.
Entiéndase bien, no es la Torá lo que se debe enseñar a las naciones, ni andar rebuscando en textos judíos para hacer alarde ante el público gentil; sino que la conducta del judío debe procurar estar en sintonía con la esencia de la Torá, es decir, conducirse con bondad, con justicia y lealtad.
Al hacer así, las personas apreciaran lo valioso que tienen en sí mismos, aquello que conecta con la armonía sagrada de la Torá.
Porque de conexión se trata todo.
Conectarse con uno mismo, con su Yo Auténtico, conectarse con su Yo Vivido, conectarse con el prójimo, conectarse, con el universo, conectarse con Dios.
De eso se trata.
Todo lo demás puede servir como soporte para esa tarea, o puede ser un obstáculo para concretarlo.
Aquello que lo favorece, es lo que se debe de incorporar a la vida, reforzarlo, mantenerlo, mejorarlo. Pero lo que perturba la realización de este ideal, lo que desconecta, eso es lo que se debe procurar soltar, dejar ir, permitir que fluya y no se empantane en nuestro ser.
Con esto en mente, estamos en condiciones de descifrar con mayor claridad el siguiente mensaje y promesa que el Eterno dice en la parashá a nuestro patriarca (de los judíos) Abraham, pero nos lo repite a cada uno de nosotros (sus descendientes):
"Vete hacia ti, de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.
Yo haré de ti una gran nación.
Te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga maldeciré.
Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra."
(Bereshit / Génesis 12:1-3)
Debes partir hacia ti mismo, dejar de creer que eres lo que no eres. Es tiempo de que emprendas el camino que te lleva a conocerte.
Hasta ahora viviste de imágenes, con disfraces, detrás de máscaras.
Te sentías o creías identificado por tu lazo con tu país, por la cultura de tu patria, por lo que heredaste y aprendiste de tu familia.
Hasta ahora seguías el mandato social y familiar, por el cual actuabas un papel, como si de una obra de teatro se tratara.
Eras un actor que encarnaba un personaje sin quitárselo de encima jamás. El personaje ficticio, el que habían guionado otros, el que no era auténtico , se había comido a la persona, la había ocultado.
Allí dentro estaba Abraham, el verdadero, el puro, el bello, pero impedido de manifestarse en su poder a causa del personaje que lo revestía.
Es hora de que salgas de lo que conoces, que dejes la zona de confort y te aventures hacia una tierra desconocida, pero que es prometida como insuperable. Es tiempo de que madures, dejes de lado lo que creías conocer de ti mismo y de los demás, para que aprendas con ingenuidad y sabiduría acerca de todo y todos. Es el momento indicado para marchar hacia lo desconocido, que eres tú mismo.
Tal es el requerimiento que podemos oír en la orden dada por Dios a Abraham.
No era solo un decreto para dejar un espacio físico, en Ur de los Caldeos, para asentarse en la tierra de Canaán; sino que requería un compromiso total, como un nuevo nacimiento, la adquisición de una nueva identidad, más plena y auténtica.
No era fácil para Abraham asumir esa tarea. Ya contaba 75 años de edad, muchas cosas había padecido para llegar a la estabilidad que gozaba en la actualidad. No parecía el momento para volver a comenzar, para renacer a una nueva realidad, más plena. Pero él fue valiente, él tomó el compromiso y lo llevó a cabo. Él se atrevió a creer en que podía ser mejor, que tenía la aptitud para desprenderse de todo aquello que le pesaba en su vieja mochila de cosas oscuras del pesado. Y lo hizo. No fue fácil, ni un día fue de completa tranquilidad, pero bien valió el hecho.
Pasados casi cuatro mil años, su estirpe aún existe y mantiene su memoria y legado. Abraham sigue conectado a la línea de la vida, de forma ininterrumpida.
Y nació de él una gran nación. Quizás no grande en número, pero sí en alcance y logros.
Y ciertamente que fue un ejemplo de dignidad y entereza, pudo conocerse a sí mismo, se conectó con lo que era posible conectarse, lo que equivalió a ser bendito.
Esa misma tarea podemos desarrollar nosotros y sentir en nuestra vida que “Los que te bendigan, serán benditos”; eso es lo que promete Dios a cada judío, desde Abraham en adelante.
Al mismo tiempo, todas las naciones de la tierra pueden ser benditas gracias al judío, por medio de estas enseñanzas, que no se predican con palabras, sino con los actos cotidianos llenos de bondad y justicia.
Esta conexión con nuestra esencia, con el prójimo, con la creación es una gran oportunidad que tenemos a diario y que no debemos desconocer. Pues al establecer la conexión, estamos siendo benditos y de bendición. Estamos marcando nuestro paso, dejando una huella, cumpliendo nuestro destino. Estamos aportando a los demás para que cada uno alcance la plenitud, el shalom, que es la máxima bendición.
¿Tú sientes que eres bendito y de bendición?
¿Cómo identificas si eres bendito?
¿Por qué Dios no nos hace las cosas más fácil y nos hace nacer ya firmes en una identidad, asentados en la “tierra prometida”, sin necesidad del esfuerzo por auto-conocernos, apreciarnos y amarnos?
Creo que son preguntas oportunas para seguir profundizando en este importante aspecto.
Antes de despedirnos, un pequeño relato.
El niño no entendía bien a los adultos, ¿por qué siempre serios y a veces enojados?
Decidió que era porque no sonreían, así que decidió enseñarles a hacerlo.
Iba por la calle, sonreía y sonreía, pero no encontraba mucha respuesta de parte de los mayores. Cada día salía a su misión de enseñar a sonreír al mundo, a cambiar el gris por los vívidos colores del buen humor. Pero la gente pasaba taciturna, seria, encerrada en sus cosas.
De a poco él se fue cansando, su sonrisa se fue borrando, estaba creciendo… ¿será por eso?
Un buen día, el niño ya era padre y su hijo le disparó una pregunta inesperada, olvidada en las nubes del tiempo: ¿por qué los adultos nunca sonrían, siempre van serios?
El padre no supo qué contestar, se quedó en silencio por un minuto o dos. Luego intentó una respuesta, pero se la guardó. Trató de sonreír, pero no recordaba como hacerlo. Entonces murmuró algo así como: – No lo sé hijito, no lo sé.
El niño decidió que le enseñaría a su padre a hacerlo. Cada día se ponía a su lado y sonreía y sonreía. Al tiempo la mirada del padre se llenó de un “algo”, era diferente, era como una mirada más viva. Pasados unos días la boca intentó unas muecas, algo parecido a una sonrisita. El lento éxito no amargó al niño, por el contrario le impulsó a doblar sus sonrisas. Y cada día que pasaba su padre progresaba más y más, y maduraba por fin realmente.