Daniel se reía dentro del auto por las gracias que hacía su hermano menor, Carlos.
Iban de paseo con sus padres al Lago Rosado. Allí irían a nadar en sus tibias aguas y elevarían sus nuevas cometas. Sería un día de paseo inolvidable.
De pronto el carro se detuvo con un brusco frenazo. Daniel oye a su padre exclamar con voz ronca:
– ¡Oh, mi Dios, lo he atropellado!
– ¿A quién, a quién?, le pregunta Daniel.
– No se preocupen, esponde su padre-. NO es nada.
El auto inicia su marcha de nuevo y la madre de los chicos prende el radio y se escucha una canción de moda en los parlantes. Cantemos esta canción, dice mirando a los niños en el asiento de atrás.
La mamá comienza a tararear una tonada. Pero Daniel mira por el vidrio trasero y ve tendido sobre la carretera el cuerpo de un conejo adulto.
– Para el carro papi, gritó Daniel. Por favor, detente.
– ¿Para qué?, responde su padre.
– ¡El conejo, le dice, el conejo allí en la carretera, herido!
– Dejémoslo, dice la madre, es sólo un animal.
– No, no, para, para.
– Sí papi, no sigas ?añade Carlitos-. Debemos recogerlo y llevarlo al hospital de animales. Los dos niños se ven muy preocupados y tristes.
– Bueno, está bien. ? Y dando vuelta recogen al conejo herido.
Pero al reiniciar su viaje son detenidos un poco más adelante por una radiopatrulla de la policía vial y les informan que una gran roca ha caído sobre la carretera por donde iban, cerrando el paso.