La Arena blanca, con rastros de huellas y rastrillo; perdiéndose en la violenta marea, que no cesa, que no descansa, que viene y va modelándola, quitándole espacio, agobiándola; sostiene las palmas, uveros de playa y manglares, oculta a los cangrejos y caracoles, que marchan todos los días, siguiendo el ejemplo quizás de aquellos humanos que tienden sus lanchas a la orilla, a buscar alimentos en lo profundo de ese mar, inmenso, salado, denso, abrumador, que infunde terror; que ha sido culpable de parecer a algunos de nuestros ancestros como un dios; capaz de tragarse la vida y no devolverla jamás. La playa aguarda por los huevos de las tortugas, contando cada día hasta cuando salgan en la carrera por la vida aquellas tortuguillas, sumergiéndose, como todo lo que vive en la playa, en el azul y profundo mar. La playa se olvida tan pronto el océano deja salir de su lecho las verdes y escarpadas montañas que cubren la ensenada como si el continente abriera sus brazos a recibir la brisa que viene del infinito aire sobre el mar, aire salado, pesado, constante e indetenible como el mismo mar, soplo de D’’s sobre la cara del mar desde el principio, es el agente que da vida. Que infundió el alma al primer humano y a todo ser vivo dio forma y función. Bendita es la Creación, Bendito es el Autor, Bendito Su Santo Nombre; sólo eso puede expresar el intelecto humano cuando ve a su alrededor, cuando percibe la maravilla y la perfección de la Obra del Creador.