Todas las entradas de: trognypatricia

Distinto Collar

“Clases de preparación para el parto”. Puede ser una buena idea, pensé. Allì vamos. Después de todo, algo fuera del entorno médico podrìa ser interesante.

Desconozco el panorama en otros paìses latinoamericanos, pero aventuro que todo el asunto del embarazo y parto està igual de deformado en vuestros paìses que en el mìo. Aquí estar embarazada es un peligro, y parir es una tarea para la que se necesita un hombre, llamado ginecólogo. La mayoría de las veces es él el verdadero héroe del evento, ya que gran parte de los partos terminan siendo cesàreas, o más bien, innecesáreas. El médico es una especie de deidad que le explica a las personas cómo funciona , y peor aun, cómo debería funcionar, su cuerpo y el de sus bebés. Es el dueño del tiempo, decidiendo hasta cuándo se espera y cuándo se actúa y decretando cuándo es momento de quedarse quieto, empujar, respirar, no respirar, etc.

 Y los pacientes (bastante bien elegido el término, diría yo) le siguen y adoran “como corresponde”. Hasta que uno de ellos, con la ayuda de alguno de sus sumamente falibles instrumentos adivinatorios, decreta que no hay complicaciones, las futuras madres temen lo peor y se preocupan por el bienestar de sus hijos. Cuando habla “el doctor”, es palabra “santa”.

 Y francamente, a uno a veces le cansa tanta idolatrìa. O se acostumbra, pero prefiere no comer todas las hostias que encuentre a su paso. Entonces piensa “ Clases de preparación para el parto. ¿Porqué no? A ver si recupero un poquito el lugar que me corresponde en este asunto de traer hijos al mundo.”

 En la primera sesión, una mujer de unos cuarenta años, con la molesta calma de un monje budista, repite algunos de estos conceptos sobre cómo el parto se ha convertido en un acto médico, cómo antes no lo era (todas aquellas personas que ahora mismo piensen que menos mal porque antes las mujeres se morían, tengan a bien educarse sobre, por ejemplo,  la relación directísima entre esas muertes y la ausencia de la sencilla práctica de lavarse las manos por parte de quienes atendían los partos), cómo hoy en día en cualquier jardín de infantes el 80% de los niños ha nacido por cesárea y cómo las personas depositan equivocadamente su fe en los médicos.

 Estaba tan de acuerdo con la señora que podía ignorar su aspecto desprolijo y descuidado, su vocabulario casi soez, su sonrisa muy, pero muy poco confiable y el persistente olor a incienso que todo lo invadía.  Me encantaba que alguien dijera que depositar nuestra fe en cualquiera menos en Él, estaba de lo más espantoso. Ella nos pedía respirar hondo, y nosotros lo hacíamos.  Hasta que empieza la parte de  la “visualización”.

 Al principio era solamente un poco cursi de más, un tanto hippie, nada grave. Imaginar un lugar donde nos sentíamos cómodas, visualizar , decía ella, el parto que queríamos, bla bla. Y en un momento, zás!, una especie de invocación a antepasados que nos acompañaban en ese momento, el espíritu de nuestras abuelas y a mí se me revolvía el estómago en un fenómeno que nada tenía que ver con el embarazo en sí. Todavía faltaba lo peor. Yo no lo sabía. Yo pensaba que lo peor era jugar a la tabla ouija para imaginar el parto ideal.

 Mientras la concurrencia volvía en sí, yo me preguntaba por qué habría de necesitar la ayuda y protección de gente muerta al momento de la llegada de una nueva vida tan profundamente que no reparé en que la partera daba paso a una de sus asistentes, quien – de rigurosa solerita hindú y más fragancia a patchouli- nos advertía que antes de comenzar su parte debíamos tener a bien agradecerle al sol y a la luna por estar allí, por el regalo de una nueva vida, y –supongo- por la ingenuidad de todos los que se levantaban estirándose en desesperados intentos por alcanzar al objeto de su adoración y pedirles permiso (sí, sí, al sol y a la luna) para no sé que cosa de la energía.

 Nosotros, que por ahora no solemos entablar conversaciones con estrella ni satélite alguno, nos levantamos y acusando un dolorcito de cabeza, nos volvimos a casa sin decir palabra.

 Y pensando en lo amplio de la gama de posibilidades de ser un idólatra. En ocasiones, también de ser un payaso. Suelen venir juntas esas dos. No se trata solamente de Pastor chanta, también tenemos Doctor vanidoso, Profesor soberbio y ahora, Partera ridícula. 

 En fin.

Estocolmo

Es extremadamente común oír de cómo rehenes demuestran apego y hasta afecto por aquellos que los mantuvieran cautivos. Este estado psicológico se conoce como Síndrome de Estocolmo y tiene que ver con víctimas que se hacen cómplices en cierta medida, de sus secuestradores. Y hasta cierto punto, es entendible que eso suceda.

 Cuando aparece el equipo SWAT, el rehén  está un poco agradecido y otro poco confundido. “Después de todo, a esto ya me había acostumbrado”, piensa mientras retoma, un poco a regañadientes, el control de su vida.  Y comienzan a aparecer las cosas que le hacen extrañar el encierro.

 Aunque al principio sea complicado acostumbrarse a la tragedia del cautiverio, poco a poco el secuestrado había comenzado a familiarizarse con los rituales y rutinas que se les imponían, hasta el punto de sentir su ausencia una vez liberados. Les molesta la luz, les encandila, les duele. Les desconcierta el sonido, si es que estaban en un lugar silencioso, o el silencio, si estaban acostumbrados a oír determinados sonidos en momentos determinados. Y sobre todo, los atormenta la incertidumbre.

 Y es que existen algunas ventajas relativas de ser rehén. Para empezar, las decisiones no dependen de uno. Ser víctima, es, de alguna manera, liberador. Uno ya no es responsable del camino que le toque ni de lo que le suceda. Ya no tenemos el peso de medir y calcular cada paso que damos, ya no somos culpables de nada y para cualquier reproche podemos decir que “no podíamos elegir”. Manejaba otro. Y siempre es más “fácil” que maneje otro.

 
Claro está que no es la intención en este artículo describir ni analizar las consecuencias de ningún acto terrorista ni criminal, sino sencillamente trazar una comparación entre los efectos del secuestro y otro tipo de cautiverio, igualmente dañino, al que llamaré “religiones”.

 Y ni siquiera estoy refiriéndome exclusivamente a sectas evangélico-mesiánica-pentecostal- misioneras. Pueden ser otras nuestras religiones; otros nuestros secuestradores: el trabajo excesivo u obsesivo, el dinero y su búsqueda, las relaciones enfermas, el cuidado desmedido por el cuerpo; en fin, la deificación de cualquier cosa que no sea Dios; cualquier objeto, práctica, persona o lo que sea,  frente a la que nos postremos y a la que hagamos centro de nuestra vida.

 Pero, por esta vez, y hecha esa salvedad, sí voy a referirme a las religiones. En general, los individuos que las integran, o bien han nacido en el seno de una familia que ya estaba “secuestrada”, o bien fueron a dar allí por sí mismos, atraídos por infinidad de causas, circunstancias o motivos particulares, que no vienen al caso, porque son muy diferentes. Pero la característica que todos comparten es que, al momento de “salir”, tienden a experimentar el mencionado “Síndrome de Estocolmo”.

 Era más cómodo tener un “pastor”, alguien como referencia. Era más seguro tener un interlocutor que intercediera por nosotros ante el Padre.  Era más práctico contar con fechas, horarios, canciones, himnos, reuniones, líderes para todo y una organización que nos sustentara. Aunque toda esa estructura nos mantuviera cautivos, suena muy organizada, muy ordenada.

 Y se explica que sea así. Porque esas organizaciones mantienen un orden que necesita de esa compleja estructura para sobrevivir, manteniendo ese estado anti-natural de cosas. Sin ese complicadísimo aparataje, no se puede mantener a miles de personas, durante cientos de años, convencidas de que si no fuera por ella, estarían perdidos. A miles de secuestrados convencidos de que lo mejor que les podría pasar, sería permanecer allí toda su vida.

Pero resulta que es al revés. Lo mejor que les podría pasar es salir de allí. Y muchos lo han hecho, y muchos más, lo harán, gracias a Dios. Porque no es rutina ni comodidad lo que necesitamos. Porque no obtendremos la paz y seguridad que buscamos cumpliendo con exigencias falsas, adorando oscuros personajes ni siguiendo a equivocados secuestradores.

 Y porque debemos admitir que esa aparente soledad que experimentamos cuando llega el equipo SWAT y nos dice que ya pasó todo y que al fin somos libres, no es mala.  Es por fin, un poco de silencio, un desierto en el que nada nos distrae y por fin podemos pensar por nosotros mismos mientras retomamos el rumbo hacia nuestra vida. Un desierto que termina siendo un oasis donde podemos, en silencio, recordar lo que en alguna parte de nosotros, siempre supimos.

 Que sí había un Dios. Que no nos pedía ser Miss Universo, Licenciados en Física Cuántica, y la Madre Teresa para aceptarnos como hijos. Que no era papá noel y que nos traía regalos aunque no nos hubiéramos portado del todo bien. Y que no, no podía ser todo tan complicado. Que no hacía falta ser ni contar con un gurú  iluminado que nos hiciera de msn y nos mandara mensajitos de Dios para nosotros y viceversa. 

 Que no había ningún motivo para preferir estar preso. Que la luz encandila pero no enceguece, sino todo lo contrario. Y que es preferible caminar a ser arreado. Siempre.