Nacieron, vivieron y murieron en Tres Rios y, salvo a la guerra en Nicaragua, nunca salieron del territorio de Costa Rica. Se conocían, pero un incidente los unió en amistar estrecha. Fue en Curridabat o quiza en Taras – la tradición no es precisa en eso – donde un día de turno o de mercado hubo una pelea entre jóvenes del lugar y «fuereros» de Tres Ríos, por rencillas lugareñas, muy corrientes entonces, aun en las ciudades, como las famosas rencillas de Puebla con el Centro, en Cartago y en San José, igual que las del Llano y el Centro de Alajuela.
Adriano Valerín, de Tres Ríos se agarró (luchó) a moquetes (puñetazos) con uno del lugar y, como llevaba ventaja desde el principio, se metieron 3 más a agredirlo; eran 4 contra 1, pero pronto apareció un quinto contendiente; era Juan Villalobos que se lanzó furiosamente contra los agresores de Adriano Valerín y rápidamente, quedaron aquellos derrotados por los poderosos pescozones (puñetazos) de Adriano y la agilidad felina de Juan. Volvieron a Tres Rios triunfantes y alegres a contar su aventura y, desde ese día, fueron amigos entrañables. Pertenecían a familias acomodadas del lugar, estimadas y respetables, que tenían fincas en La Carpintera, San Diego y Quirazú.
Ya entonces se hablaba mucho de los feroces filibusteros que eran dueños de Nicaragua y amenazaban la libertad y seguridad de Costa Rica. Y un día, en proclama impresa en hoja suelta, leyeron la llamada apremiante del presidente Mora:
Compatriotas: ¡ A las armas ! Ha llegado el momento que os anuncié… No vamos a lidiar por un pedazo de tierra, no por adquirir efímeros poderes, no por alzanzar misérrimas conquistas, ni mucho menos por sacrílegos partidos…Vuestras madres, esposas, hermanas e hijos os animan. Sus patrioticas virtudes os harán invencibles. Nuestra causa es santa, el triunfo es seguro. Dios nos dará la victoria y con ella la paz, la concordia, la libertas.. Juan Rafael Mora
¡Era la Guerra! y para ella estaban medianamente preparados Juan Villalobos y Adriano Valerín, pues habían recibido alguna instrucción de un sargento, en Cartago, quien los adiestró en el manejo y uso del fusil de chispa. Aprendieron a cargarlo con media onza de pólvora; a poner el primer taco y apretar la carga con la baqueta; a echar la bala y fijarla con el segundo taco; a cebar bien la cazoleta; a poner el pedernal o piedra de chispa en el martillo o pie de gato; a mantener bien limpios el rastrillo y su muelle para que, al tirar del gatillo, el martillo rozara bien la piedra de chispa contra el rastrillo, produciendo las chispas que encendían la polvora de la ceba en la cazoleta, provocando la explosión de la carga y la salida del tiro.
Aprendieron a sujetar la bayoneta de tubo y tres filos, de dos tercias de larga, de modo que dejara libre la mira y, finalmente, aprendieron a manejar la bayoneta con vigor y eficacia, ejercitándose en paradas, envites, molinetes, fintas y entradas, ya por lo alto, o al medio, o por lo bajo. Por cierto que cuando se presentaron, voluntarios, al cuartel de Cartago, el oficial encargado de escoger a los futuros soldados aprobó, desde un primer momento, el enganche de Valerin que tenía 26 años, anchas espaldas, estrecha la cintura, recia musculatura, pies arqueados y buena dentadura, todo esto en un cuerpo de dos varas y cuarta de alto; pero cuando le toco el turno a Juan Villalobos, que era delgado y de poca estatura, el oficial lo miró con vacilón y desconfianza. Valerín, que comprendió al instante el riesgo de quedarse sin su querido amigo como compañero de campaña, le dijo al oficial que Villalobos era el mejor andarín de Tres Rios, que subía el cerro La Carpintera en un cuarto de hora y que apostaría medio escudo a que no era facil ganarle al pulso, ni a correr, ni al hacha, ni a los moquetes (puñetazos); el oficial tentó los fuertes músculos, los examinó y, muy pronto, declaró a Juan apto para hacer marchas forzadas con 40 ó 60 libras de carga: el fusil de chispa, la bayoneta, la bolsa de las balas, el cacho de la pólvora, la cantimplora de hojalata o el calabazao con tapon de olote, la mochila con comedera y el morral para la cobija, la ropa, los cigarros y otras cosas más.
Bien provistos de lo necesario, tras muchas lágrimas de las mujeres …. y las insignias de soldados en los sombreros, salieron de Tres Rios y, el 4 de Marzo de 1856, paritieron de San José con el Batallon Guardia de la República; pasaron la noche en Rio Grande y continuaron para San Mateo y Puntarenas donde embarcaron en bongos; desembarcaron en el puerto de Las Piedras, en el río Bebedero, el 10 de Marzo; siguieron para Bagaces donde llegarón el día 11 y, dos días despues, a Liberia.
El 20 de Marzo, a las cuatro de la tarde, en la hacienda Santa Rosa, pusieron en práctica las enseñanzas del sargento instructor de Cartago: un tiro y ¡ a la bayoneta ! . Todos sabemos como huyeron despavoridos los filibusteros invasores, mandados por el coronel Schlessinger, ante la furiosa acometida de centenares de Adrianos Valerines y Juanes Villalobos, soldados improvisados.
Reorganizando el batallón despues de la victoria de Santa Rosa, marcharon hacia Nicaragua, sufriendo los rigores del quemante sol, de la sequía, pues era pleno verano, y las picaduras y molestias de innumerables insectos, que no conocían, por no haberlos en las frescas alturas de la Meseta Central de Costa Rica.
Juan y Adriano, compartiendo las penalidades brutales de la guerra, comiendo el parco rancho tras marchas violentas y agotadoras, durmiendo al raso en el duro suelo, añoraban, con honda nostalgia, la comida abundante y sabrosa, la suave cama hogareña allá, muy lejos, en la tierra natal de los Tres Rios, tan linda, tan fresca, tan rica y risueña…
Acamparon por fin en la ciudad de Rivas de Nicaragua donde, el 11 de abril de 1856, a las ocho de la mañana, se vieron envueltos por el ataque, vigoroso y audaz que, por sorpresa, hicieron los filibusteros mandados por William Walker. Al principio hubo confusión y desorden pero, a poco, los costarricenses, dominando la sopresa, empuñaron sus armas y se lanzaron al contra ataque, en las calles de Rivas, que pronto se tiñeron de sangre; se peleaba con furor en las calles, en las casas, en los solares, en la iglesia.
En una salida, ordenada para recuperar un cañoncito de cuatro libras que los invasores tomaron, en los primeros momentos de la sorpresa, a los artilleros del capitán Mateo Marín, cayó herido Juan Villalobos que se arrastró, penosamente, para guarecerse en el cajón de una puerta y así ponerse a cubierto de las balas y metralla que barrían la calle. Allí quedó tendido, durante largas horas, hasta que fue recogido y llevado a una casa vecina.
Mientras tanto, Adriano Valerin fue designado para mantenerse en reserva en el patio de una casa y, cuando le ordenaron hacer una salida, lo hizo con unos 30 soldados que asaltaron, por las tapias, una casa ocupada por el enemigo, al cual desalojaron tras sangrienta pelea. Lentamente, los costarricenses iban cercando y desalojando a los filibusteros de sus posiciones ventajosas y, en la madrugada del 12, se oyeron los últimos tiros de los invasores que, al huir, disparaban hacia atrás y seguían huyendo. Fue entonces cuando Valerín se dedicó a buscar a Villalobos, con ansia desesperada, entre los vivos y los heridos; al cabo de larga y angustiosa busqueda tuvo la suerte de encontrarlo, pero ! en que estado ¡.
Tenía una tremenda herida de bala en el hombro, estaba desangrado, exánime y como muerto. Adriano se aproximó al herido, le acercó la cantimplora a los secos labios, le dio de beber, le habló y llamó con emocionado acento y, al reconocerlo, un relámpago de alegría y esperanza iluminó la cara severa y triste de Juan. Adriano levanto en sus fornidos brazos al herido y lo llevó al recién improvisado hospital de sangre donde el doctor Hoffmann exanió la peligrosa herida, la lavó, la vendó, sin que el insoportable dolor de la curación le arrancara un gemido.
El hospital estaba atestado de heridos y moribundos, pleno de suspiros y lamentos; para colmo d emales, a los pocos días, aparecieron los primeros casos de cólera morbus que hacían más víctimas que las certeras balas de los filibusteros. Allí estaban, incansables y abnegados, los médicos Hoffmann, Andrés Sáenz y el nicaraguense Bastos, curando y auxiliando heridos y coléricos…..
Adriano Valerin, con el afan de sacar a Juan de aquel triste hospital y escapar de la mortífera peste, tomó una resolución, decidido a llevarla a cabo. No tenía caballo, ni mula, ni carreta, ni era posible conseguirlos, pero era urgente ponerse a salvo con su amigo, sacarlo del hospital y escapar de la peste y sus horrores encaminándose hacia Costa Rica. Puso en el morral y la mochila lo que mas necesitaran, llenó la cantimplora,… y con Juan a la espalda, echó a andar hacia la frontera. Bien pronto tuvo que detenerse, en un rancho abandonado, pues Juan tenía fiebre y el dolor en la herida abierta era insoportable: acostó al herido en un lecho de hojarasca, le dio de beber y comer, lo consoló como pudo y le prometió, sencilla y naturalmente, que lo llevaría, cargándole a la espalda, hasta Tres Rios. Y así fue. Pasarón semanas horrorosas, caminando Valerín con su amigo a la espalda durante las mañanas y tardes pues el calor del sol era insoportable al herido; dormían donde los sorprendía la noche, para reanudar, con el día, la lenta marcha.
Cuando llegarón a Bolson, en la ribera del río Tempisque, la carga de Adriano estaba disminuida, pues Juan era un aspetro de piel y hueso con cuyo rostro brillaban los ojos enfiebrados. Lograron que un bongo, cargado de maíz, los llevara a Puntarenas, y allí fue facil a Adriano cuidar mejor a su amigo, medicinarlo y alimentarlo. A los días continuó la penosa marcha. Anduvo, anduvo, anduvo con su amigo a la espalda, trasponiendo montes, ríos, hondonadas; pasaron Esparta, San Mateo, el Monte del Aguacate y llegaron a Atenas, a fines de Junio, donde descansaron unos días para reanudar la penosa y heroica marcha hacia la meta ansiada, hacia el valle encantador, donde estaba el hogar abundante, las madres, los padres, los familiares y vecinos, las muchachas frescas y hermosas, las milpas y cañales, los cafetales frondosos, los potreros, los bueyes, vacas, caballos y perros amigos; los ríos de limpidas aguas, el río Tiribí, el río Chiquito, el río de La Cruz, los tres ríos en cuyas márgenes sonrrientes había sombra y frescura…
Y un día, a fines de Julio, pasados 3 meses de fatiga sin cuento desde que salieron de Rivas – ¡ OH EMOCIÓN DELIRANTE !……avistaron las primeras casas de Tres Rios y entraron a su pueblo querido, rodeado de tierras fértiles, abundante de aguas puras, de clima benigno, de aire suave, vivificante, en cuyas casas no habitaban ni la indigencia ni la maldad.
Allí estaban, ante sus ojos nublados de lágrimas, la visión encantadora; allí estaba La Carpintera, erguida y humilde, sonriente y adorable, apacible y familiar, toda luz y color, incomparable en su belleza sencilla, brillando y refulgiendo al sol alegre, bajo el cielo azul….
Y fue cuando, entre la algarabía y alborozo de asombrados familiares y vecinos, que los creían desaparecidos y muertos, Adriano Valerin entró, fatigado y feliz, en la casa de Juan Villalobos con éste cargado a la espalda, como se lo había prometido en Nicaragua y, lanzando un inmenso suspiro de satisfacción, lo acostó en limpia cama de esterón, estera, petate, almohada y pabellón.
Juan Villalobos recuperó su salud en poco tiempo. Junto con Adriano Valerín cobraron un escudo cada uno, cantidad que el Gobierno dio a los soldados cuando licenció aquel valiente ejército. Esa …recompensa, y una medalla honorífica de plata, fue lo que «La Patria Agradecida» – como decía la medalla – les dió por sus servicios. Ese premio satisfizo ampliamente su orgulloso patriotismo pues, como se decía y creía en la época del fusil de chispa, «si hay paga, no hay patriotismo; si hay patriotismo, no hay paga»…
Cuando les llegó la hora de la muerte todo Tres Rios honró su memoria.
Sus huesos descansan en el suelo sagrado que ellos defendieron con todo su corazon, con toda su alma.
(Tomado del Libro: Tradiciones Costarricenses, del señor Gonzalo Chacón Trejos. Editorial Costa Rica, 7ma Edición, 2010; pagina 95.)
Con cariño, comparto esta linda anécdota de mi pais, ocurrida en ocación de la Campaña de 1856. Especialmente, para mis hermanos ticos, que se empeñan en juzgar duramente el pasados idolatríco de nuestros padres; a fin de demostrales, que ellos mismos dejaron grandes enseñanzas de espiritualidad.