Hace mucho, mucho tiempo, en la región donde se levantaría Ierushalaim, la ciudad sagrada, vivían dos hermanos. Eran labriegos, y cultivaban la tierra que habían heredado de su padre. El hermano mayor era soltero. El menor era casado y vivía con su esposa y cuatro hijos pequeños. Los hermanos se amaban tanto que no querían dividir el campo entre ellos. Araban, sembraban y cosechaban juntos. Y el producto del trabajo en común era repartido por partes iguales.
Cierta noche, en tiempo de cosecha, el hermano mayor se acostó a dormir. Más no pudo conciliar el sueño. “Heme aquí – se dijo – solo, sin mujer y sin hijos. No tengo que alimentar ni vestir a nadie. Mi hermano, en cambio, tiene la responsabilidad de una familia. ¿Es justo entonces que compartamos nuestras cosechas en la misma proporción? Sus necesidades son mayores que las mías”
A medianoche se levantó, tomó una pila de gavilla de trigo y las llevó al campo de su hermano. Luego volvió a su tienda y se durmió en paz.
Esa misma noche tampoco pudo dormir su hermano, pues pensaba en él. “He aquí que cuando sea viejo mis hijos me cuidaran, pero ¿qué le sucederá a mi hermano? ¿Quién cuidará de sus necesidades? No es justo que compartamos nuestras cosechas del mismo modo”. Así que se levantó, reunió un montón de gavillas de trigo y las condujo al campo de su hermano, dejándolas allí. Hecho esto, se acostó nuevamente, y se durmió en paz.
Cuando vino el alba ambos hermanos se extrañaron sobremanera de encontrar la misma cantidad de trigo cosechado que había dejado la noche anterior. Pero no se comunicaron el asombro que les había causado el suceso.
A la noche siguiente repitió cada hermano lo que había hecho antes. Y a la madrugada tuvieron motivo nuevamente para asombrarse. El número de gavillas en cada campo no había variado.
Pero en la tercera noche, cuando ambos hermanos repetían el traslado de gavillas, se encontraron en la cima de una colina. Inmediatamente comprendieron lo que había ocurrido. Embargados por la emoción, dejaron las gavillas y se abrazaron, llorando de gratitud y felicidad. Luego retornaron a sus tiendas.
El Señor contempló con suma complacencia esta demostración de amor fraterno, y bendijo el lugar donde se había llevado a cabo. Y cuando el Rey Salomón construyó el Templo, lo hizo precisamente en ese sitio, del cuál la paz y el amor confluyen hacia todo el mundo.