Ni el dinero, ni el poder, ni el egoísmo, ni el placer son malos.
Algunos de ellos son instrumentos, que su peso ético depende del uso que les demos, de la finalidad para los cual los destinamos.
El dinero puede servir para adquirir los bienes que nos provean bienestar y ayuden a otros en su satisfacción de necesidades básicas, y otras que no lo son tanto.
O puede ser una obsesión, una enfermedad, un mecanismo de opresión propia y/o ajena.
El poder es siempre necesario, sin poder sencillamente, no podemos. Son los muertos los que nada pueden, en tanto vivimos el poder es básico y esencial.
El problema es cuando nos embarcamos en obtener un poder que nos brinde fantasías de supremacía inhóspita, cuando luchamos para pisotear a otros, cuando nos desesperamos por controlar aquello que no puede ni debe estar bajo nuestro dominio.
El egoísmo, por supuesto que es bueno. Sin egoísmo positivo seríamos felpudos, pisoteados por cualquier vagabundo. Menesterosos de algo de cariño. Despojados, padeciendo de la impotencia pero con una máscara de religiosa y banal aceptación.
Pero existe también el negativo, aquel que niega al otro, para el cual solo estamos nosotros y nuestros delirios de centralidad universal.
El placer, sin dudas es excelente su presencia; ¡un regalo maravilloso del creador!
Disfrutemos del placer sin culpas ni angustias, porque es bueno.
Sin embargo, no hagamos de él el único motivo de nuestra existencia, ni supongamos que su ausencia es el fin del mundo.
Así pues, no son ninguno de estos los que nos está vedado por el Rey del Universo, ni entran en conflicto con la ética/espíritu.
Son herramientas o medios, a veces incluso metas cercanas, pero en modo alguno se deben considerar como repudiables, antagónicos al espíritu, o concesiones a nuestra naturaleza terrenal.
Está en nosotros conocerlos, obtenerlos, emplearlos con bondad y justicia, servirnos de ellos para hacer de este mundo un paraíso terrenal, en preparación a nuestra vivencia en el mundo eterno.
Pero, escondida entre la hierba del huerto placentero se esconde la serpiente.
Es el EGO que nos esclaviza y encontramos nosotros variadas formas para seguir esclavos de él.
El ilusionarnos con fantasías de poder, es una de las maneras de ser esclavo.
El desvivirse por acumular dinero, también.
Llenarnos de deudas por buscar placeres, o por ayudar a gente que no se lo merece, también.
Atragantarnos con alimentos y con atributos que no precisamos, es otro mecanismo para tropezar y padecer la impotencia, lo que nos lleva a permanecer atrapados por el EGO.
Porque, en resumen esa es la estrategia del EGO.
Sumergirnos en sentimientos de impotencia, por vivirla o sentirla, lo cual nos abruma y dispara automáticamente los mecanismos del EGO.
O embarcarnos en aventuras para alcanzar un poder más allá del que nos corresponde, por lo cual también terminamos encadenados a los mecanismos del EGO.
Entonces, se por merma o exceso, al quebrar el límite saludable estamos en el terreno del EGO, en el que somos siempre esclavos.
Encerrados detrás de barrotes invisibles, en la celdita mental.
Acomodados en el sufrimiento, pero temerosos de salir de la zonita de confort.
Impotentes, sin poder.
Entonces, no es Dios (el verdadero) el problema.
Ni las cosas “mundanales”.
El problema somos nosotros, nuestro sometimiento al EGO, adorarlo, preservarlo en un sitial incorrecto desde el cual nos tiene agarrados y amaestrados.
Es hora de descansar de los impulsos por querer dominar todo, o dejarse dominar por todo.
Mejor aprender nuestro real lugar y poder.
Controlar aquello que es plausible.
Disfrutar de lo permitido.
Alejarse de lo prohibido.
Ser solidario, pero también con prudencia.
Ser riguroso, pero son dulzura.
Ser amable, pero estricto.
Ser justo, pero misericordioso.
Amar el mundo, y preservarlo para otros.
Comunicar auténticamente, en vez de cooperar con el enemigo interno o externo.
Erradicar el foco del mal.
Agradecer.
Orar.
Hacer TESHUVÁ, de la sincera y real.
Admitir la impotencia, cuando ésta es real.
Evaporar el EGO.
Despojarse de máscaras que ocultan nuestra cara.
Construir SHALOM.
¿Es tan difícil comprender y vivir así?
Parece que sí…