El concepto que muchos teníamos sobre la idolatría (en definitiva me incluyo) era muy superficial; pensábamos únicamente que la prohibición era centrada contra la religión heredada; en imágenes, cruces, iglesias, santos, fiestas seculares, paganismos, ocultismo, santería entre otros.
El error que cometíamos era no mirarnos hacia adentro para saber si había otras formas de ídolos a los que igual teníamos que enfrentar, que no necesariamente eran materializados en una religión.
Desconocíamos que una función natural se transformó en un ídolo a quien adorar y por quien anularse, y a los deseos pequeños diosecitos.
Hay 3 artículos que quisiera asociar en esta publicación, porque personalmente los considero pilares sobre el origen del ídolo, el culto al ídolo y su servicio. Al final dejaré los links, pero como antesala, y en orden de lectura personalmente recomendada, los artículos son:
-El cuerpo conoce
– Origen de la idolatría
-Terafim, trofeos del EGO
De manera muy sucinta y con las lecturas asociadas se puede comprender que todos tenemos un activo natural, cuya ignición fue la impotencia sufrida corporalmente al nacer. Al crecer física y psíquicamente también creció la sensación de impotencia por la experiencia humana, y se complejizó las rústicas herramientas del activo natural. Al ser nuestro activo el narcótico ante la impotencia experimentada, lo “divinizamos”. Pero la divinización que hacemos no es la rendición de cultos tal cual la religión oficia, sino que consiste en dejar que sea el activo natural el mandarín de nuestros actos.
Esto se puede comprender mejor cuando pensamos en un deseo insatisfecho. Rogamos a dios que nos dé (o que les dé a nuestros conocidos) salud, pareja, hijos, trabajo, dinero, casa, caro, felicidad, paz, justicia, etc, porque se considera justo y bueno el pedido.
Con este ejemplo pareciera que lo que se solicita es el fin y dios es el medio para lograrlo.
Si se obtiene el pedido, el deseo se da por satisfecho. Se aprende entonces que un deseo satisfecho es placentero y da un aparente sentido a la existencia. Si ese fuere el caso y el sentir, entonces se fabrico un ídolo, algo porque vivir: satisfacer el deseo, la necesidad, la demanda.
Pero no solamente es ídolo el fin que se considera necesario, sino que también lo es el medio para lograrlo, el acto ególatra; o mejor, el EGO y sus instrumentos. Al inicio de nuestra existencia, el EGO nos dio buenos resultados, nos salvó la vida. Lo hicimos nuestro dios, a las demandas y deseos diosecitos, y al resto de personas o cosas el medio para lograr el propósito de salvaguardar la existencia. En nuestros inicios la impotencia era real, el peligro de morir no era en broma; carecíamos de herramientas racionales para resolver el dilema de nacer, ni herramientas físicas para enfrentar la propia existencia (garras, dientes, pelaje, fuerza, velocidad, etc). Necesariamente dependíamos del EGO para que otros auxiliaran.
Ahora, nuestro ídolo es el EGO, su culto es ignorarlo para dar rienda suelta a sus herramientas con el propósito de satisfacer el deseo, el anhelo o la demandad, a pesar de que el peligro de muerte no es tan severo como al nacer. Deseo, anhelo o demanda que también pueda llegar a ser ídolos, pues no apreciamos la vida sin ellos.
Personalmente, al descubrir el funcionamiento del EGO, descubrí mis propios ídolos. Esos a los que debo nulificarme para darles vida, y a su vez, que otorguen sentido a la vida. Siempre desee tener descendencia pero hasta la fecha no lo he conseguido. La angustia por la insatisfacción del deseo detonó actos ególatras inimaginables; me rendí al deseo al que divinicé, y al hecho de tener hijos le llame “dios”
Me concentré tanto en mi carencia y en el no poder concretizar mi deseo que el único motivo de vida que encontré fue conseguir mi aspiración. El concepto de familia lo divinicé, lo hice un ídolo a quien adorar y por quien anularme. Cualquier cosa, cualquier persona, cualquier dios era solamente un medio para alcanzar mi propósito, sea, para mi ídolo.
No resulto sencillo aceptar que había cometido un error; había creado un ídolo inmaterial al cual daba vida con mi propia vida. Ignoraba que mi EGO me había vencido de nuevo porque había respondido la impotencia de la forma infantil, no de la madura, pues mi existencia no estaba en peligro por mi carencia de familia, aunque esa era la sensación sentida.
Si no resultaba sencillo aceptar el hecho de que había creado un ídolo inmaterial, resultaba más doloroso enfrentarlo. Pues no solamente era renunciar a él, sino a su culto, que era el deseo junto con la acción concentrada exclusivamente para conseguir mi propósito.
Renunciar y enfrentar al ídolo creado resultó ser como sacar una espina enquistada, la que se elimina con pinzas y lupa para evitar que queden rastros y no dañar más la carne. De igual forma, tenía que verificar si, en mi conducta y mis acciones, había ese deseo camuflado de alguna manera para no dañar más a las personas ni dañarme a mí mismo.
Lejos esta de la prohibición a la idolatría honrar a dios, lo que me parece un motivo muy superficial y muy light. La prohibición es hacia nosotros para honrarnos y trascender en dignidad; la dignidad que tiene el ser humano.
La libertad y la independencia que otorga la prohibición a la idolatría es hasta de nosotros mismos; pero ambas no garantizan inmunidad a la tendencia a hacerse un ídolo, pues mientras vivamos, estará vivo el EGO y el peligro de que siga imponiéndose sobre la razón.
En síntesis, de la triada idolátrica de la que nos debemos de prohibir en nuestra existencia no es ni el padre, ni el hijo ni el espíritu “santo”; sino del EGO, sus herramientas y nuestro deseo. La mejor forma es la de vigilar nuestras impotencias, lo que consideramos tatamente necesario para nuestra vida o plenitud.
Gracias por su lectura y comentarios. Y mis mayores deseos de cero idolatría para este nuevo año civil.