Un amigo me acaba de enviar este texto:
No
me gustan los payasos. Me refiero a los payasos profesionales, no al
tío que se pone la pantalla de la lámpara como sombrero e imita a Frank
Sinatra. Está bien, tampoco me gusta ese tío. Pero al menos a su favor
se puede decir que estaba borracho.
Tal vez mi leve coulrofobia
haya comenzado aquel día en que me llevaron cual tierno parvulillo que
era a ver un espectáculo infantil. Era, tal vez, el día del niño. Yo
tenía, quizás, siete años.
En el escenario un payaso de corte
clásico hacía piruetas, o malabares, o contaba chistes, o manipulaba
globos de forma alargada para convertirlos en algo que según el
consenso general debería parecer alguna clase de animalito.
Yo estaba lejos, y tengo la brumosa idea de que el espectáculo me agradaba.
En algún momento, el clown
comenzó a repartir algo entre los niños que se acercaban al escenario.
No recuerdo qué era, caramelos, sombreritos, algún cotillón. El asunto
era que yo quería eso, lo
quería con ese entusiasmo sin cálculo que solamente tienen los infantes
y que perdemos más tarde cuando nos presentan la palabra «conveniencia».
De manera que me fui corriendo por el pasillo del teatro, hacia el escenario, alegremente y chillando de anticipación.
Pero
a medida que me iba acercando al artista, mis jóvenes ojos empezaban a
descubrir detalles. Horrendos detalles. El trote saltarín con el que me
trasladaba fue reemplazado por un andar menos eufórico, y este por un
avance cauteloso, y por último a unos dos metros del lugar donde se
estaba produciendo la distribución de chucherías, me detuve
completamente.
El rostro blanco ahora estaba surcado de grietas
oscuras, de arrugas que dejaban entrever la piel vieja y curtida.
Bordeando los ojos enrojecidos unas líneas oscuras se borroneaban y
escurrían hacia abajo, agregando a la sucia palidez de las mejillas
unos jirones grises que llegaban hasta las comisuras de lo labios, los
verdaderos labios que se podían ver a pesar de la gigantesca sonrisa
pintada. Y los dientes marrones. Y los pelos de la peluca pegoteados de
transpiración.
No se cuánto tiempo estuve así, paralizado. Ya no
quería el regalo, ya no pensaba acercarme más, debía alejarme
rápidamente, pero no podía, estaba fascinado con el descubrimiento: los payasos, de cerca, eran espantosos.
Ya
no me asustan, pero continúan desagradándome. Tienen algo oculto, y no
es esa tristeza a la que se alude con cursilería en cuadros de pésimo
gusto. Es algo más, es algo malvado, es algo que tal vez no sea
conveniente conocer.
Buenas noches.
Hasta aquí el texto.
¿Cómo se relaciona esta anécdota con tu despertar de la conciencia noájica?
.
Texto tomado de aquí.