Hubo una vez un emperador que era muy presumido, sólo pensaba en comprarse vestidos. Tenía un grupo muy numeroso de sastres que constantemente le hacían nuevos ropajes, porque deseaba ser el emperador mejor vestido de todos los reinos del mundo.
Cierto día llegaron al palacio imperial dos pícaros muchachos, pidiendo ser recibidos por su majestad. Decían que eran unos afamados sastres que venían de lejanas tierras. El emperador, al conocer la noticia, les hizo pasar inmediatamente.
– Majestad, hemos traído una tela que es una maravilla -dijo uno de los pícaros.
– No la pueden ver los ignorantes, pero a los inteligentes les gusta mucho -dijo el otro.
El emperador se entusiasmó con lo que decían y pidió a los falsos sastres que le comenzaran inmediatamente un vestido con aquella tela, que enseñaría a todo el mundo.
Los pícaros pidieron para los gastos grandes sumas de dinero y joyas valiosísimas. Hacían creer que cortaban y cosían el vestido, cuando, en realidad, no cosían nada. Y aquellos que lo veían, para que no les llamaran ignorantes, decían que era un vestido muy original.
Llegó el día en que el emperador fue a probarse el famoso vestido. Cuando se lo presentaron quedó admirado. ¡No veía el vestido! Y para que sus súbitos no pensaran que no era inteligente, decidió disimular.
Todo el pueblo esperaba que pasara el emperador, ya que tenía gran curiosidad sobre cómo sería el majestuoso ropaje. Entonces apareció el emperador. Iba caminando desnudo ante el asombro de todos.
Un gran silencio se hizo en la calle, pero nadie dijo nada para que no se le llamara ignorante. Sólo un niño, con su inocencia, dijo:
– ¡Mirad, mirad, el emperador va desnudo!
Ante esto, todo el mundo dijo lo mismo y el emperador sintió mucha vergüenza. Fue un día triste para él, Aprendió una gran lección:
¿Qué tal si escribimos la lección en la sección de comentarios?