El muchacho está con el rostro alicaído, apesadumbrado, con los hombros pesados, el paso cansino.
En su camino se cruza un hombre ataviado con imponentes ropajes que lo declaran como «el maestro», quien le pregunta qué le está pasando.
El joven dice, apático, dolido, que ha perdido su cédula (carné) de identidad en el cuarto a oscuras y la precisa, pero no la encuentra en esa penumbra eterna.
El vestido como gran maestro le dice que se anime, pues él le ayudará a conseguirla.
Le indica que tome un palo en sus manos, vaya al cuarto, pegue palazos y así encontrará la cédula. Con cada golpe, un rezo a su deidad, pues esa es la manera «santa de hacer la guerra espiritual».
El joven hace como le fue mandado, está una hora entera rezando y golpeando el aire oscuro, pero no encontró su identidad allí.
Retorna confuso y molesto al gurú, por lo infructuoso de su trabajo pesado.
Entonces el arropado cual sabio le prescribe que vaya con un altavoz y dé fuertes alaridos para espantar la oscuridad. Con cada rugido un amén, un alelusha, una invocación al salvador, una amonestación al demonio que desde la oscuridad retiene la identidad del joven.
Así hace el muchacho hasta quedar ronco de tanto grito, pero la cédula no apareció.
Mosqueado llega hasta el mentado maestro, que parece no ser muy entendido en la materia.
Ahora el imponente hombre le amonesta por su falta de fe, por su debilidad espiritual, por su amor al mundo, por su necedad al no seguir con fidelidad cada una de las instrucciones que él le dio.
El muchacho trata de defenderse, de decir que él le fue fiel, que le tiene una fe ciega hasta el final, pero el maestro no lo deja hablar, ni dialogar, ni murmurar, pues eso no está permitido. Solamente el maestro es el que sabe, el que conoce, el que tiene las claves para todos los secretos.
Ahora, con un aire de perfecta suficiencia le ordena que desee, que se vuelque a su deseo con con mucha potencia, con plena concentración, con todo su anhelo puesto en alcanzar su meta añorada. Que desee y desee, que ordene al cosmos alinearse con su deseo, que espere confiado y con esperanza, porque el pensamiento positivo es mísitco y consigue todo lo que se propone.
Así hace el joven, pero pasa un día, dos y sigue sin alcanzar su identidad.
Ya está totalmente iracundo el muchacho con el sabio, que pareciera estar tomándole el pelo.
Pero teme decir cualquier cosa, pues el maestro es poderoso, él domina ciencias y artes que le son desconocidas al muchacho. No sería bueno sumar a su pérdida en la obscuridad además el enfado y encono de ese gran hombre, tan apreciado por los que lo reconocen como maestro.
Meditando en estas cosas, se cruza con un hombre, como él, simple, sin máscaras de prepotencia.
Este hombre es un verdadero maestro, aunque no se disfraza de tal.
Entonces, el maestro le dice que tome la linterna, que entre al cuarto y busque con paciencia la cédula.
El muchacho desconfiado, cansado, enojado, sin querer saber nada con maestros, agarra la linterna con asco, sin ganas entra a la habitación, enciende la luz, y en un par de minutos encuentra lo que no pudo hallar con golpes, con gritos, con sueños y anhelos.
Solamente precisaba la herramienta correcta para encontrar su identidad.
Había encontrado su identidad y grandes enseñanzas.
¿Puedes tú comentar (aquí debajo) cuáles pudieron haber sido?