Algo parece a punto de romperse. Es una sensación difusa y seguramente infundada, pero es la que se intenta transmitir a través de la crispación que determinados periodistas, dirigentes políticos y sociales exhiben en airados debates que ocupan horas enteras de programación televisiva, en la dramaticidad de los títulos de los diarios nacionales.
Es que detrás del conflicto agrario, que debería circunscribirse a lo que realmente significa, la discusión por el reparto de la renta agraria, se esconde además la necesidad imperiosa de la derecha autóctona de reagruparse en torno a una fuerza política poderosa y unificada. En tanto, su variante más extrema, integrada por protagonistas y admiradores del genocidio dictatorial, aprovecha el río revuelto para secuestrar militantes populares y amenazar a los testigos de sus crímenes con el nada secreto objetivo de detener los juicios contra los ejecutores del terrorismo de Estado.
“El campo es el que sostiene al país”, exclaman los principales beneficiarios del dólar alto y la extraordinaria suba del precio de los commodities en los mercados internacionales, una frase que muchos repiten por desconocimiento. En verdad, aunque es una fuente fundamental de divisas, el sector aportó poco más de 19.000 millones de pesos al Producto Bruto Interno en 2007, lo que representa el 5% de la economía nacional, fue uno de los que menos tributó –1.170 millones de pesos, equivalente al 4% del total– en concepto de Impuesto a las Ganancias y ocupa al 11% de la población activa. Su contribución al crecimiento global entre 2002 y 2007, fue del 3,76%. Lo expuesto no implica disminuir su incuestionable importancia, sino desmentir la pretensión totalizadora que se revela en algunos discursos. Por ejemplo, la que manifiestan sus dirigentes al considerar como un acto solidario y responsable el no haber interrumpido el transporte de alimentos durante la segunda etapa de su arremetida y prometer que no van a desabastecer a la población, como si se tratara de una graciosa concesión y no de una obligación legal.
Está claro que el tenso clima social imperante no ha sido fruto de azarosos acontecimientos, sino consecuencia de una operatoria minuciosamente planificada por ciertos grupos económicos, la derecha política y algunos grandes medios de comunicación. Algo de todo esto confluyó en el acto del 25 de mayo en Rosario, donde junto con los dirigentes agrarios pudo verse a los Rodríguez Saá, Carrió y Blumberg, entre otros.
Sin embargo, esta operatoria que merced a la abrumadora campaña mediática ha concitado la adhesión de una fracción importante de la ciudadanía, no está dirigida exclusivamente contra el Gobierno, sino contra cualquier propuesta que apunte a la intervención estatal en sus negocios. Lo que se está jugando en esta dura pulseada es si quien decide la asignación de recursos y la distribución de la renta es el Estado o el mercado. Una crucial discusión política que explica las dificultades para arribar a acuerdos.
Avance sojero
En este sentido, las retenciones –que están siendo aplicadas, con distintas características en 40 países del mundo entre los que se cuentan algunos tan disímiles como Rusia, Ucrania, Colombia y Costa Rica– son, además, una herramienta fundamental, apta para desvincular los precios internos de los alimentos de los que rigen en el mercado internacional. En el caso de las que se aplican a la soja, los cuestionadores de su vigencia argumentan que no se trata de un alimento que se consuma significativamente en la Argentina, omitiendo consignar que el continuo avance de la superficie sembrada de ese producto en detrimento de la que se dedica a otros cultivos, a la ganadería o a la lechería, deteriora la tierra, la satura de fertilizantes y herbicidas, disminuye la diversidad, limita la oferta agroindustrial y destruye empleo rural.
Curiosamente, este instrumento económico fue utilizado en la década del 60 por el ultraliberal ministro de Economía de la dictadura de Juan Carlos Onganía, sin que los directivos de la Sociedad Rural manifestaran la menor oposición. Más aún, cuando se comercializó la cosecha 1995/96, en pleno auge del laissez faire, la sobrevaluación de la moneda era equiparable a un promedio de retenciones del 44,2%, circunstancia que pareció no preocupar a las entidades ruralistas que –con la excepción de la Federación Agraria Argentina– acompañaron fervorosamente esas políticas.
¿Por qué el paro patronal y las indignadas asambleas cuando los principales reclamos de los chacareros que producen menos de 500 toneladas ya fueron contemplados a través de los reintegros y los subsidios en los fletes? Porque algunos de los promotores de las medidas están seducidos con la posibilidad de constituirse en epicentro de un polo opositor capaz de neutralizar y desalentar cualquier intento de fortalecer la intervención estatal en la economía, única garantía de soberanía alimentaria. Pero también porque la estructura del campo argentino ya no es la de hace tres o cuatro décadas. Casi ha desaparecido el latifundio improductivo ante el estímulo de los altos precios de las materias primas y surgió un nuevo modelo basado en las instalación del capital financiero como dinamizador de la producción, expresado fundamentalmente por los pooles de siembra, asociados a media docena de poderosas empresas agroalimentarias multinacionales, que arriendan tierras en la pampa húmeda a altos valores, lo cual determinó que para muchos pequeños y medianos propietarios fuera más rentable alquilar sus campos sin asumir mayores riesgos que trabajarlos personalmente.
Más concentración
El fenómeno, nada menor, empujó a una fracción de los pequeños y medianos productores, víctima objetiva de la situación descripta, a actuar como aliada de sus victimarios, política suicida que a corto plazo puede potenciar las contradicciones ya existentes en las organizaciones.
Como consecuencia de estos cambios, se ha agudizado el proceso de concentración de la tierra. Del total de las explotaciones en todo el territorio nacional, el 10% dispone del 78% de la superficie, el 90% restante posee el 22%. Los fundos de menos de cien hectáreas –el 58% de los establecimientos– controlan apenas el 2,8%.
Además, unas 280.000 familias numerosas pertenecientes a 22 pueblos indígenas y otras 220.000 que suman más de 1.500.000 de personas, no producen soja ni están vinculadas a los agronegocios, siembran y crían animales para autoconsumo. 1.300.000 peones rurales laboran con los salarios más bajos del mercado o lo hacen informalmente sin protección social alguna y centenares de miles de productores fueron expulsados de sus tierras por el modelo imperante y pasaron a engrosar las filas de los excluidos en las grandes urbes. Todos ellos carecen de la visibilidad que otorgan los grandes medios de comunicación y sus opiniones no son tenidas en cuenta a la hora del debate.
Por su parte, el Gobierno se abroquela y resiste las presiones, que se fueron haciendo mayores como fruto de sus propios errores políticos, en la convicción de que cualquier paso atrás significaría no sólo una señal de debilidad que precipitaría otros reclamos sectoriales, sino también la legitimación de la acción directa para la obtención de reivindicaciones. No obstante, a la hora en que se escriben estas líneas, parece dispuesto a aceptar alternativas que no supongan la derogación lisa y llana de las retenciones móviles.
Cualquiera sea el resultado de las negociaciones en marcha, no habrá soluciones mágicas ni rendiciones incondicionales. La matriz distributiva, conviene recordarlo, conserva muchos rasgos del modelo neoliberal. No se ha gravado la renta financiera ni se tomaron medidas firmes con el fin de revertir o, al menos, detener el proceso de concentración y extranjerización de la economía.
Así, la imposición de retenciones es condición necesaria pero no suficiente para instaurar un esquema más equitativo, que requiere –entre otras cuestiones– avanzar en una ley de Arrendamientos que detenga la expansión de los fideicomisos financieros y los fondos de inversión, erradicar las condiciones de explotación del trabajador rural, hacer cumplir la ley de bosques para acabar con los desmontes, impedir que las grandes empresas productoras de aceite, usinas lecheras y frigoríficos monopolicen las compensaciones o los subsidios, y utilizar los fondos que de ellas se derivan, no para sostener el sistema de premios y castigos a los gobernadores provinciales, sino para promover efectivamente una redistribución de la riqueza que favorezca a los sectores más postergados de la sociedad, lo cual exige una gigantesca acumulación de fuerzas políticas y sociales que trascienda los objetivos coyunturales y apunte a una profunda transformación de las estructuras vigentes.
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