Hace poco conté como anécdota la vez que viajando en el tren se me sentó al lado una misionera. Morocha, delgadita y con una mirada tan dulce, que el corolario perfecto era una declaración de amor. Pero no, su misión era anunciarme que el colgado quería salvarme. Una desilusión. Resumiendo, se ofendió porque no quise aceptar a que el colgado entrara en mi vida, y se retiró por donde vino. Fin del asunto.
En una oportunidad, en la fila para un trámite (uno suele hablar con las gente para pasar el rato mientras espera su turno), después de un bache en la conversación, el chico que estaba detrás me pregunta si creía en el colgado. Como le dije que no, sacó un folleto de su carpeta y me insistió que concurriera a ese lugar para así que el colgado entrara en mi vida. Guardé el folleto, diciéndole que lo leería más tarde (en realidad, fue a parar al papelero. Estuve tentado a hacer un avioncito, me encanta hacer avioncitos de papel, pero no es bueno ensuciar la calle). Fin del asunto.
Estas dos personas tenían varias cosas en común: pocas palabras, de aspecto sencillo, introvertidos, con el mismo guión (la misma forma de expresarse, las mismas palabras – por supuesto, no le decían colgado). Aquí en Buenos Aires existe la figura del volantero, que es generalmente un(a) joven que reparte en mano volantes publicitarios en la calle. Esa era su misión.
En la universidad tuve un compañero que era Testigo de Jehová (TdJ). Debo decir que se comportaba raro y en razón de ello lo habían bautizado «el pastor». A diferencia de los casos anteriores, dejaba el tema religioso de lado. En una ocasión tuve que ir a su casa a estudiar y la verdad que el panorama era preocupante: cuadros y afiches en las paredes con citas del nuevo testamento, libros y biblias por doquier… En un momento, llega uno de sus hermanos, de traje y con maletín y se me ocurre decir «ahh, viene de trabajar» y la respuesta fue «no, de predicar» (¡ouch!). Toda la familia era muy religiosa y en parte aclaraba su comportamiento en la universidad. Hablando de ello, me explicó que él (como todos en la familia) salían a predicar, pero que él había desarrollado una estrategia, que consistía en analizar a la persona para ver si era permeable a la palabra y por ello en la universidad no hablaba del tema para que no se burlaran de él.
Después de preguntarle en que cree un TdJ, estuvimos hablando del tema. Es interesante ver cómo los preparan para responder (a lo que entiendo) son preguntas típicas, cuestionamientos básicos, desarrollando una estrategia de respuesta que conduce a planteos como «si el colgado, el mismísimo hijo de D»s murió por vos ¿cómo te vas a negar hacer XXX?». Claro ¿quien puede soportar semejante coacción? Parecería que uno tiene la obligación moral de cumplir… Y remata:
– Ahora me voy al templo ¿venís?
– No. Solo te pregunté en que creés.
Fin del asunto.
Este último caso es más complejo, peligroso, porque no es un «volantero» que solamente hace contacto para atraer un posible candidato, sino una mente fría con un claro propósito, que en todo momento está midiendo la reacción de su víctima.
Mi padre, tan pragmático como era, sostenía que detenerse a hablar con un misionero era, cuando menos, una pérdida de tiempo.